DICTADO DURANTE EL ACTO DE ENTREGRA AL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA DE UNA PROCLAMA FIRMADA POR SETENTA Y TRES ALCALDES EN APOYO A LA APROBACIÓN DEL TRATADO DE LIBRE COMERCIO
Lo que decimos, con claridad meridiana, es que el mercado no lo da todo, y lo que el mercado no da por si mismo, se le debe exigir.
Sacralizar al mercado como la respuesta a todas las necesidades de la sociedad, es tan vano como ofrecer distribuir mucho de algo que no se tiene. Sacralizar al mercado es sencillamente torpe, tan torpe como pretender dar a todos una parte sustancial de una economía insuficiente.
Lo que decimos es que dejemos al mercado dar lo que da: riqueza. Lo que decimos es que hagamos con esa riqueza lo que nuestra tradición de bienestar nos obliga hacer: distribuirla.
Si tratamos a nuestros empresarios, grandes, medianos y pequeños, de un modo tutelar, como lo haría un padre de familia que no da a su hija la libertad para ver y vivir lo que hay por fuera de las paredes de su casa, justificando esa actitud opresiva en una falsa protección ante los riesgos que vienen en todas direcciones, nos detendremos en una circunstancia económica que es desfavorable únicamente para quienes menos tienen. En una circunstancia económica que es propicia para las elites de todo tipo, empresariales, intelectuales y políticas, pero tremendamente perjudicial para una porción muy significativa de nuestra población.
Si como país renunciamos a instalar motores generadores de más riqueza, haciendo pasar al temor como una razón valida para decidir, podríamos cometer el primero de dos errores: dar por bueno el aislamiento de nuestra economía, como una seña de la identidad nacional. El segundo error estaría a la vuelta de esa esquina: limitar la capacidad del país para luchar contra la pobreza, y me refiero a la pobreza de los pobres y también al empobrecimiento de la clase media, supeditando esa lucha a la exigua capacidad de ahorro que actualmente tienen las personas desprovistas de un trabajo permanente y las familias cuyo jefe de hogar es un operario o profesional asalariado.
Señoras y señores, las personas en condición de pobreza no gozan de la dignidad que se colorea en esas estampas de país invariable, impertérrito ante los cambios del mundo, que se están repartiendo en estos días.
La pobreza digna sí existe, pero solo la representa quien siendo pobre lucha denodadamente por superarla, por estar por encima de su circunstancia, por integrarse a pesar de la marginación económica, que surge de la exclusión duradera del mercado de trabajo, y, como consecuencia, de la cultura y de la prosperidad.
Algunos de quienes estamos en esta sala representamos la segunda generación de profesionales de nuestra familia y quizás haya otros más que representen la primera generación. En nuestras casas todavía huele al sudor de después de la labranza, al de la telegrafista o el carnicero, al del salonero y al sudor de la ama de casa, y en nuestras familias hay quienes se han rezagado y viven aún en condiciones difíciles. Muchas de nuestras familias, en el tiempo de nuestra vida, han venido a más desde la pobreza, y muchos sabemos, por eso mismo, que lo más ingrato de ser pobres, es serio por mucho tiempo.
No es el miedo, que suele ser un malísimo consejero, sino la libertad lo que nos salvará de convertimos en una caricatura de nosotros mismos, es la libertad que demos a nuestros empresarios pequeños, medianos y grandes para ir a competir y hacer fortuna, lo que nos salvará de convertimos en una viñeta cincelada en piedra, en donde quedarían inertes, sin propósito ni fruto, una buena cantidad de oportunidades. Oportunidades que son, ni más ni menos, la base química del antídoto contra la exclusión social.
Es irrebatible que las municipalidades tendremos cada vez más competencias y recursos. También es cierto que día a día aprendemos nuevas habilidades institucionales para interactuar con la enorme cantidad de hechos sociales y demandas que se suscitan en cada cantón. Nos corresponde aprovechar la proximidad a los problemas de los habitantes para asumir labores sustantivas. Dos en particular: fortalecer la cohesión social, mejorando, por nuestro medio, el capital humano y recoger la solidaridad de entre nuestra tradición nacional, dándole una carta de ciudadanía local.
Nos corresponderá, y eso es lo que hoy proponemos, ser la vía primordial para que la riqueza fluya hacia quienes menos tienen, exigiendo a quienes se enriquecen de¡ mercado, incluido el mismo estado, que hagan por nuestro país más de lo que el mercado hace por si mismo. Que hagan lo que se debe hacer- compartir el bienestar. El debate no debería de ser para autorizar que algunos gestionen activamente el comercio internacional, sino para definir de qué forma y manera se cumplirá efectivamente con la universalización de los derechos de carácter universal, de los derechos que son la base de las oportunidades.
No se trata, señor Presidente de poner ante usted condiciones para acompañarle en el desafío de aprobar el Tratado de Libre Comercio por la vía del referéndum. No se trata de comprometerle en modo alguno. Más bien, se trata de comprometernos nosotros frente a las desigualdades de nuestra sociedad, aceptando que la generación de riqueza es una condición imprescindible para construir una sociedad incluyente y responsabilizándonos de ayudar, junto a usted y a su gobierno, para que dicha riqueza tome el cauce deseado.
No es correcto que el propósito distributivo, que es esencial en nuestra institucionalidad, y de cuya vigencia, como principio rector, hay evidencias y testimonios en cada uno de los rincones y recovecos de la geografía nacional, tuviera que haberse negociado en el marco del TLC, con los estadounidenses, dominicanos y centroamericanos, como algunos han dicho que era deseable. No, señoras y señores, las políticas distributivas de la riqueza se negocian en el país, entre nosotros, y no necesitamos aval de nadie para exigir que quien no necesita, también reciba parte de lo que se tiene. Sabemos hacerlo, lo hacemos y lo seguiremos haciendo.
Triste es el país que cree merecer la felicidad del éxito, como si viviera al margen de las decisiones buenas o malas que toma. Pongamos fin a esa insensata costumbre de detenemos a la mitad del río, que a fuerza de ser aplicada una y otra vez ha devenido en una de las más descabelladas reglas de nuestra política. Exceptuémonos definitivamente de tanta medianidad. No nos permitamos actuar fuera dei horizonte del fracaso. Asumamos que nada en este mundo nos asegura el éxito constante por lo que fuimos, y que lo fuimos ni tan siquiera nos asegura que seremos lo que queremos ser.
Trabajemos para obtener riqueza y trabajemos doble jornada para que sea compartida, para que todos crucemos el río.
Gustosos, todos nosotros, 73 alcaldesas y alcaldes, nos apostaremos al final y haremos esfuerzos para que nadie quede atrás.
Muchas graciasSan José de Costa Rica, 14 de agosto de 2007.
martes, 11 de septiembre de 2007
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